Cuando era pequeña no existía para mi una frustración más grande que ver que aún cuando iba cambiando de tipo y de especie, mis plantas invariablemente morían. A las lechugas les salían babosas y las violetas simplemente se ponían flojitas y llenas de unos bichitos verdes. Probé las plantas con flores, las que no tenían flores, las de interior y exterior, las medicinales. Nunca se me dio ninguna. Y era tan grande mi frustración porque desde que soy muy chiquita descubrí que me gustaba eso de sanar, y no me refiero a esas sanaciones físicas como las que ofrece la medicina occidental, después de escuchar la infinidad de horrorosas historias del trabajo de Malala, comprendí que nunca hubiera podido ser doctora. Pero tenía una especial fascinación por la idea de curar a las personas por dentro. De cierta forma siempre me han gustado las cosas rotas porque guardan dentro de si todo el potencial de transformarse en otra cosa por completo, siempre pensé que las heridas o las pequeñas hendiduras son pequeños o grandes contenedores de historias, a partir de las historias y estas heridas es como se establecen y entrelazan las relaciones verdaderas.
Cuando iba en primero de primaria había muerto envenenada mi gatita negra, se llamaba Tom. En realidad Tom era un gato un tanto arisco, no le gustaba la gente, ni le gustábamos nosotros y me arañaba la cara cada vez que osaba cantar en su presencia. Aún así mi hermano y yo éramos novatos en eso de entender la muerte y la pérdida de aquel pequeño personaje nos había resultado una experiencia incomprensible y horrorosa. Debió ser cosa del destino porque aquel justo día que fuimos unos niños rotos y tristes apareció en la puerta de la casa un pequeño gatito que no tendría más de un mes de nacido. Mi papá lo había visto y le había llamado la atención que tuviera la mitad de la cara rubia y la otra mitad negra. Mi papá sintió ternura de encontrar semejante coincidencia en este solitario tercio, así que como movido por una invisible fuerza, sacó un platito de leche y las croquetas de la difunta Tom y decidió improvisar. Media hora más tarde había logrado introducir al pequeño gato hasta el cuarto de baño. Así, se podría imaginar el drástico giro que tuvo nuestra triste semana al llegar esa noche estrellada de marzo y encontrar aquella encantadora criatura desamparada y sola y unos padres dispuestos a recibir un nuevo inquilino en casa.
Le llamamos Tigre por el extraño estampado multicolor que le cubría el lomo, sin embargo después descubrimos que era hembra y talvez porque en ese entonces Julia Roberts aparecía en todas partes fue que comencé a llamarle Julia como segundo nombre.
Contraria a Tom, Julia era extremadamente cariñosa, amaba acostarse pegadita a tu cuerpo casi como si disfrutara infinitamente sentir el calor que nosotros emanábamos. Mi amigo Marc explica este fenómeno con la teoría de que no existe un animal más grato y cariñoso que un gato callejero porque no ha nacido con el calor de una casa y por ello tiene la capacidad de valorarlo. No lo se. Julia se convirtió en la incansable compañera cuando me desvelaba para los exámenes de física o mate, fué reconocida como heroína local el día que encontró una serpiente y con valor hizo tanto ruido hasta que nos despertó a todos. Tuvo dos camadas de gatitos y una longeva vida de 17 años humanos que estoy segura debe de ser un número obseno en años gato. Julia curó mi primera gran fisura y la amé profundamente hasta el día en que era un gato viejito y medio ciego, Julia la gata bruja sanadora y compañera que necesitaba un hogar y cariño y que fué la única que hubiera podido elegir a esta asesina serial de plantas para brindárselo. A veces se me aparece en sueños y es tanto mi júbilo de volver a verla que es la forma en la que me doy cuenta que estoy soñando, es por ello que concluyo que no cabe duda, definitivamente, las relaciones mas trascendentes son siempre en cierta medida el dulce fruto de la fragilidad.
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