lunes, 18 de octubre de 2010

cuento número veintitres

Mientras cruzaba el puente de Churubusco pensaba que uno no debería de
citarse con alguien que conoció por internet. Sin embargo me pregunto
que si llegase a funcionar sería tan maravilloso como lo he imaginado
en mi cabeza. Me da miedo poner falsas espectativas, me da mucho miedo
imaginarme cosas porque duele mucho desilusionarse. Tengo mucha fé en
esto, fé ciega.
Cuando llega él vestido de negro pienso que es mi color favorito, me
pregunto si se sentirá tan cómodo como yo vistiendo de ese color y si
será consciente de lo bellos que son sus ojos. Nos abrazamos casi como
si nos conociéramos de hace mucho tiempo y media hora después vamos
caminando de la mano sobre cualquier barrio en la ciudad mas peligrosa
del mundo como si estuviéramos en Disneylandia. Yo quiero expresarle
que me gusta y lo empujo contra una barda de alambre que le hace
sangrar. Me averguenzo de mi fuerza y mi torpesa, quisiera ser más
agraciada en mi roce social. No lo soy.
Ese día no se si le he gustado pero me siento insegura porque en esta
sociedad las virtudes que pueda tener no son muy valoradas. Me deja en
casa de Malala y yo quiero que me bese pero no lo hace. Concluyo que
no le gusto.
Al día siguiente en la noche regresamos a Coyoacán a comer esquites,
este hombre esta determinado a satisfacer todos mis caprichos
culinarios de este paladar tan acostumbrado a los sabores
mediterraneos. Era de esperarse que mi ingenua lengua bailara
desesperada dentro de mi boca por un trago de agua. Entonces me dice
que le debo un beso e inventa un pretexto extraño de futbol para
sacármelo. A mi no me importa el pretexto. El se queda quieto y cierra
los ojos como esperando que yo haga todo lo siguiente. Me acerco lenta
y beso esta boca especialmente linda. Nunca había besado a un hombre
que amara y que me amase de vuelta. No tenía idea de que esto se
sintiera así.
En los próximos días encontramos un prometedor escenario porque nos
gustan casi las mismas cosas y nos abrimos casi casi derramando en
avalancha todos esos placeres extraños que nunca antes hemos podido
mostrar. Es el primer hombre al que le muestro mi música y mis
caricaturas y que mira sorprendido todos los dibujos que he hecho. Él
es fotógrafo, lo que yo siempre había soñado ser, y siento que mi amor
se extiende hasta el infinito. Me río un poco de que se sienta así,
tan cursi y ridículamente perfecto que incluso me siento identificada
con el concepto de amor que plantea la televisión.

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