El primer año que estaba aqui conocí a Maria Antonia poco antes de irnos a Suiza, muy solemnemente me dijo "mientras estes aqui, nunca estarás sola". Yo no esperaba nada, así que el comentario se me resbaló.
Cuando regresé me invitaba a su casa todos los fines de semana, después incluso me quedaba a dormir. Cuando regresaba a la mía los domingos y me encaraba con el silencio y la soledad y era francamente un reto no ponerse triste. Me apunté al gimnasio y saturé mi día de clases. De todas formas siempre quedaban huecos.
Ella, como una buena madre sustituta decidió desarrollar una especie de terapia contra la tristeza, pensaba que si me regalaba una actividad que me desconectara de todas las voces que escuchaba en mi cabeza, nunca me sentiría sola. "Te quiero enseñar a tejer" me dijo un día. Amo conocer de cerquita a la gente, siempre te puedes llevar algo de ellos, como me he llevado el amor por la pintura de mi mamá o el placer por las matemáticas de mi hermano, sin embargo yo recordaba mi primera experiencia con el tejido con bastante terror de alguna vez que mi abuela había intentado enseñarme y yo no había podido pasar de la primera linea, pero también recordé la fallida primera vez que mi papá intentó enseñarme a andar en bicicleta para cuatro años después encontrar victoriosa y alegre una de mis más placenteras actividades bajo la tutoría de mi hermano mayor.. Talvez soy una mujer que se enamora a segunda vista, talvez soy la mujer de las segundas oportunidades. Decidí probarme en el tejido por segunda vez. María Antonia sacó un chaleco que había hecho la tía loca y que no le había quedado muy bien, lo deshizo y me regaló una preciosa lana heterogénea de un gris medio aperlado. Milagrosamente me salían las lineas con facilidad, aprender algo que te ha costado tanto trabajo es mucho más placentero que si lo aprendes facilmente.
Comencé mi bufanda a principios de octubre, mi sencilla pieza viajaba a todas partes conmigo y cuando mi cabeza se ponía escandalosa e insensata era mi pieza la que me rescataba de aquel horroroso lugar. Para mediados de abril mi bufanda ya era kilométrica, pero extrañamente no era planita como todas las bufandas sino que se hacía un gigantesco y gordo churro. Mi bufanda era especial pero estaba incompleta. En mi familia, las bufandas siempre han tenido un significado extraño, talvez porque es el hobby de mi abuela pero las bufandas se habían convertido en un regalo de despedida. Recibí una bufanda el día de mi graduación de prepa por parte de mi abuela, y otra por parte de mi mamá el día que me fui de México. Estaba mirando la que me hizo ella, me había dado a escoger los colores, yo quería un mar de azules y violetas, pero el día que la recibí noté que tenía una sola franjita roja que chillaba por encima de todos los azules. "¿qué es esto?" le pregunté. "Pensé que sería divertido y cada vez que veas la franjita roja, pensarás en mi". Asi que cuando llevo mi bufanda azul, también llevo a mi mamá en la franjita roja. Por ello concluí que mi bufanda estaba incompleta porque no significaba nada para nadie. Unos meses después llegó Regina que venía de un duro año viviendo en Londres. Le regalé mi bufanda a ella, pero en vez de ser un regalo de despedida era un regalo de bienvenida. Bienvenida a Barcelona, bienvenida a una tierra donde hay amigos.
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