domingo, 28 de noviembre de 2010

cuento número sesentaidos

En mi adolescencia sobre todo pensaba de mi misma que era una niña muy fea. No sabía si en algún momento llegaría a ser popular y bonita, pero sabía que estaba en un momento similar a lo que le pasa a los pajaritos tiempo después de nacer cuando todavía no son adultos, que tienen las plumas a medio salir, un tamaño que ya no es pequeño pero tampoco es grande y tienen las caras horribles y confusas, esa era yo, el pajarillo a medio crecer en la peor etapa de la vida.
Sumado a que mis cualidades naturales no me ayudaban mucho porque especialmente en ese entonces tenía la cara demasiado acolchonada y evidentemente había abusado de las pinzas de depilar sobre mis cejas. No sé muy bien porqué pero a la hora de arreglarme nunca supe cuando parar.
Así que imaginarán mi sorpresa el día que aparecieron tres pubertos mucho más jóvenes que yo, se sentaron en los banquitos del café donde trabajaba y me miraban mientras me colocaba el delantal rojo.
-Ella es Jimena, "La Jimena".
Y entre risitas vergonzosas pedían cosas al azar como cocacolas o chocolates. Me enternecía por primera vez en mi vida tener un grupito de fans.
Uno de ellos, el que era el más dulce de los tres se convirtió en mi amigo desde entonces. Alguna vez me regaló una fotografía suya de cuando tenía 11 años la cual guardo hasta ahora y que recordé con mucha melancolía el día que lo volví a ver, a sus dieciseis de la mano con una chavita de su clase. Demasiado adolescente.
Es curioso pensar que cuando uno es pequeño lo olvida casi todo o es simplemente que el cerebro se encuentra en plena formación e intenta más bien aprender a recordar las cosas.
Lo recordaba, él ya no me recordaba a mi. Me preguntaba quién sería ahora.

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