miércoles, 1 de diciembre de 2010

cuento número sesentaicinco

En las pozadas de la escuela siempre alguien se le declaraba a
alguien. Talvez por eso me gustaba tanto diciembre, había algo en el
ambiente que ponía loca a la gente, propicia para confesiones y
decisiones arriesgadas.
Esa noche, todos estábamos emocionados porque en la escuela siempre
llevábamos uniforme y ver a los compañeros en ropa de calle siempre
conllevaba el morbo de conocer un poco más acerca de la intimidad de
una persona.
Así que el día de la pozada de quinto, me puse la ropa nueva que había
comprado con mi mamá, super femenina y poco discreta, en ese entonces
me encantaban las licras vulgares y los tacones, siempre he amado el
negro. Así que tomé el body de cuello redondo y la faldita con la
cintura pegada y los bordes bailarines y me encasqueté en el conjunto
a juego con mis botines negros.
Me gustaba el efecto que solía tener en ese entonces porque nadie más
tenía curvas.
En el salón estaba este chico guerito con nariz puntiaguda y lindos
ojos verdes, a mi no me gustaba pero a todo el mundo si, así que fue
para mi una gran sorpresa que ese preciso día me dijera que me quería
y que sería super lindo que fuéramos novios.
Yo le dije que no con mucho pesar porque nunca he sabido decir que no
a nada. Me sentía la persona más inmoral del universo no por la
faldita o el pronunciado escote o mis piernas expuestas al frío de
finales de diciembre, sino porque había rechazado al tipo más guapo de
la clase.
El sentimiento de culpa se me disipó enseguida para metamorfosearse en
humillación por el propio despliegue de ego hinchado al enterarme que
esa noche le había hecho la misma petición a al menos unas cinco
chicas, entre ellas yo.
Así que no volví a mencionar el tema, pero ese día aprendí que en las
cosas de amor la vanidad y el ego son dos cosas truculentas con las
que uno debe tener cuidado.

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